En la noche del 15 de julio, la radio y la televisión de Turquía anunciaron que un golpe de Estado estaba en marcha. Luego siguió un contragolpe. La insurgencia provenía de un grupo rebelde de las Fuerzas Armadas decidido a destituir al presidente, Recep Tayyip Erdogan, no necesariamente una fuente inspiradora de democracia.
Erdogan logró activar una masa cívica que se volcó a las calles de Estambul y Ankara para protestar por el golpe y apoyar su restitución. En horas tempranas de la mañana, el asediado presidente ya había retornado a su despacho.
Desde luego, el ángulo tecnológico del episodio golpista fue mucho más complejo. Antes del coup y su contragolpe, el ambiente político de Turquía ya se encontraba caldeado con manifestaciones; además, un atentado terrorista, el 28 de junio, conllevó 45 muertes en el aeropuerto Atatürk, el mayor de la nación. Los tres yihadistas que planificaron el atentado eran radicales sirios que habían arribado a Estambul meses atrás.
Sin embargo, los derroteros de Erdogan no se circunscriben a atajar terroristas. Por ello, ha cesado a miles de maestros y miles de burócratas y mantiene en la cárcel a intelectuales y a cuanto opositor se le ocurra. Más importantes, quizás, son sus ideas acerca de la educación. El presidente busca mover el timón nacional hacia concepciones más radicales del islam. Así, en diciembre del 2014, el Consejo de Educación formuló recomendaciones para la enseñanza obligatoria del islam sunita en todas aquellas casas de educación laica financiadas por el Estado.
Como resultado de esta normativa, la educación en Turquía ha cesado de ser laica y hasta niños en etapa preescolar, empezando a los seis años de edad, estarán obligados a aprender los cánones islamistas sunís. Esto equivale a una bofetada a la principal herencia de Kemal Atatürk, fundador de la Turquía laica y moderna.
Con este trasfondo, el Gobierno ha intensificado sus peticiones de extradición de Fethullah Gülen, respetado pensador y educador turco radicado en Estados Unidos, a quien Erdogan atribuye, sin pruebas concretas, vinculación con los recientes atentados terroristas.
Es evidente que Erdogan guarda y alimenta viejas rencillas con mucha gente. El caso de Gülen es uno entre otros. También es notorio que Erdogan aspira a convertirse en el sultán autoritario de su nación. Esperemos que esto no suceda, pues Turquía merece un futuro más democrático. Nótese que las manifestaciones contra el sultán persisten.