Hay que escuchar con atención los anuncios apocalípticos del presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad. Cuando promete borrar a Israel del mapa, o invita a pensar en un mundo sin Estados Unidos, no son amenazas vacuas. Los voceros del régimen islámico suelen hablar en serio y, cuando hacen este tipo de advertencias, es porque existen planes concretos en marcha. Esta es una de las principales lecciones que se desprenden del amplio informe que dieron a conocer, hace pocos días, los fiscales argentinos encargados de investigar el atentado contra el AMIA, centro comunitario judío en Buenos Aires, ocurrido el 18 de julio de 1994. La explosión causó la muerte de 85 personas y dejó un saldo de 200 heridos. Dos años antes, en marzo de 1992, una explosión similar destruyó la sede de la Embajada de Israel en dicha capital, en la que fallecieron 29 personas.
Burocracia y células. El caso del AMIA, como se lo conoce, estuvo plagado de irregularidades desde el inicio. Los vicios de la tramitación fueron groseros y notorios e incluso motivaron quejas de organismos internacionales. Finalmente, al cabo de 10 años de desaciertos, el cúmulo de quebrantos condujo a la separación y procesamiento penal del juez instructor de la causa y algunos jefes policiales. El presidente Néstor Kirchner se comprometió entonces a rescatar la verdad histórica y lograr el enjuiciamiento de los culpables.
Ahora, apoyados en una investigación minuciosa, plasmada en un legajo de más de 800 folios, los fiscales argentinos han comprobado y expuesto la responsabilidad primaria y central de las más altas autoridades de Irán en el planeamiento, dirección y ejecución del cruento episodio de 1994.
El esclarecedor expediente, que ha sido elevado al juez federal encargado de la causa, es abundante en evidencias, sobre todo con respecto a los movimientos de los jefes de la operación y los autores materiales, así como sus comunicaciones telefónicas. En consecuencia, la Fiscalía pidió al tribunal argentino emitir órdenes internacionales de arresto contra el entonces presidente de Irán, Hashemi Rafsanjani, su canciller y otros ministros de aquella época.
La petición no es antojadiza. Por el contrario, numerosos testimonios y documentos detallan cómo la decisión de perpetrar el acto criminal fue adoptada y perfeccionada por el Comité de Asuntos Especiales de la República Islámica, el cual dirigía todo lo concerniente a la exportación de la revolución fundamentalista y la eliminación de opositores del régimen en el extranjero. Este poderoso cónclave, presidido por el superayatolá y autoridad máxima de la teocracia, Alí Jamenei, lo integraba la cúpula gubernamental que, en una sesión celebrada el 14 de agosto de 1993, en la ciudad iraní de Mashad, revisó y aprobó un plan minucioso del ataque en Buenos Aires.
El trabajo material de la explosión fue asignado a Hezbolá, grupo terrorista libanés creado y financiado por Teherán, que ha actuado como apéndice de la República Islámica en estas faenas. Por ello, oficiales iraníes supervisaron las actuaciones de los libaneses, incluido el conductor suicida del coche bomba cuya identidad ha sido plenamente establecida. El papel desempeñado por los sicarios de Hezbolá fue previamente constatado por la Corte Suprema de Justicia de Argentina al resolver sobre la autoría del atentado de 1992 contra la sede diplomática israelí.
El citado Comité de Asuntos Especiales examinó cada paso durante la realización del proyecto. Para concretarlo, contó con el respaldo de diversas ramas de la burocracia estatal iraní, las cuales conformaban un órgano especializado en terrorismo mundial. Igualmente clave en la ejecución del ataque resultó el aporte de células locales, controladas desde una mezquita por un clérigo chiita que a la sazón gozaba de rango diplomático. La estrategia de células, indica el informe, ha sido reproducida en otros países latinoamericanos.
Ayatolás nucleares. La exportación del terrorismo es parte intrínseca de la ideología fundamentalista, consagrada además en la Constitución de la República Islámica. Una serie de explosiones, secuestros y asesinatos en todo el mundo, sobre todo en Europa, acreditan la proyección internacional del terrorismo de Estado que profesa Irán. Un rasgo distintivo de esta cadena de violencia ha sido el anuncio previo del acto inminente. Cada explosión, cada asesinato, cada secuestro, ha sido precedido de algún pronunciamiento oficial o una prédica de clérigo chiita de alto vuelo notificando lo que va a ocurrir. Los atentados en Buenos Aires no fueron una excepción.
Pero ¿por qué Argentina? Acorde con el carácter expansivo del fundamentalismo iraní, un factor determinante fue la existencia de una numerosa comunidad judía en Buenos Aires. Con todo, aseguran los fiscales, tuvo mayor trascendencia para definir los ataques de Buenos Aires la decisión del Gobierno argentino, en 1991, de rescindir unilateralmente los convenios de cooperación nuclear suscritos con Irán en la década previa, en especial el concerniente al enriquecimiento de uranio firmado en 1988. Tal ruptura implicó un retroceso mayúsculo para las ambiciones nucleares de la República Islámica.
La terminación de los acuerdos nucleares derivó del cambio de rumbo en la política exterior argentina que introdujo el presidente Carlos Ménem. No solo retiró al país del Movimiento de los No Alineados, sino, además, se sumó a la coalición encabezada por Estados Unidos en la primera Guerra del Golfo, en 1991. Este giro, apuntan los fiscales, insertó a Argentina en la demonología de los clérigos iraníes.
Hay una reflexión obligada por los alcances de la acusación contra los dirigentes iraníes. No es dable ignorar que hoy, al igual que ayer, existen Gobiernos que subordinan las normas de convivencia internacional a objetivos contrarios a la democracia y los valores que la sustentan. No en vano, en Buenos Aires, la embajada de Irán devino en un nido de terroristas. Es de suponer que esta grave situación prevalece en las misiones del régimen fundamentalista en otros puntos del globo. Al fin de cuentas, el terrorismo no reconoce fronteras.