Una coalición integrada por más de 200 organismos internacionales defensores de los derechos humanos, otras entidades no gubernamentales y asociaciones cívicas de todo el mundo apelaron hace pocos días ante la Unión Africana, la ONU y la comunidad internacional para detener la presente escalada en crímenes contra la humanidad de la satrapía de Robert Mugabe en Zimbabue. Un mensaje similar emanó, en forma unánime, de la reciente reunión del Grupo de los Ocho celebrada en Escocia, que instó a un aislamiento del despotismo que ha convertido a la "joya de África"como se conoce a Zimbabueen sinónimo de atrocidades y muerte.
En la amplia galería de la infamia que ha plagado por tanto tiempo al continente africano, Mugabe ocupa un lugar destacado junto a Idi Amín, Bokassa, Taylor y sus émulos. Sin embargo, al igual que sus patibularios colegas, el dictador de Zimbabue se ha visto favorecido por el apoyo incondicional que no cesa de brindarle la Unión Africana, por la sempiterna miopía de algunos sectores occidentales y, últimamente, el escudo diplomático de China. Un ejemplo de la ignorancia que prevalece en el Oeste: dos universidades norteamericanas han distinguido al verdugo de Zimbabue con doctorados honorarios en leyes.
En una perversión de términos, usual en los despotismos, Mugabe lanzó en mayo pasado una "campaña de renovación urbana", consistente en demoler los barrios más humildes de Harare, la capital. El propósito de la medida era, obviamente, amedrentar a la población y vengarse de grupos que adversan a la dictadura, los cuales cuentan con una mayoría de adeptos entre los pobres e indigentes, los más en esa nación. Según cifras de la ONU, hasta la fecha, unas 300.000 viviendas han sido destruidas y alrededor de millón y medio de personas resultaron desplazadas o muertas.
Complicidad africana. La Unión Africana, que agrupa a 53 países del continente, a lo largo de los años ha hecho la vista gorda ante los excesos de Mugabe. Increíble, pero, con su respaldo, Zimbabue forma parte de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. La Unión también persiste en evadir los llamados de Gran Bretaña, Estados Unidos y otros Gobiernos para frenar la agresión del régimen contra su propio pueblo. Un vocero de dicha organización reiteró, días atrás, la posición oficial de no ser apropiado para la Unión inmiscuirse en los asuntos internos de los estados miembros, sobre todo, por existir buenas razones para las demoliciones en Zimbabue a efecto de "evitar que Harare se transforme en un extenso tugurio."
Así como hoy ataca a los pobladores de los barrios marginados, hace tres años Mugabe emprendió una "reforma agraria" dirigida a golpear a los terratenientes blancos por su respaldo a los movimientos cívicos opuestos al Gobierno. Turbas de maleantes y sicarios invadieron entonces prósperas haciendas, fuentes cruciales de empleos, ingresos y alimentos, y en muchos casos asesinaron a sus propietarios. Hoy, en vez de autoabastecerse y exportar comestibles, Zimbabue necesita importarlos. Incluso, la distribución de ayuda internacional alimentaria para paliar las hambrunas generadas por las medidas del régimen ha sido manipulada con la finalidad de chantajear a grupos hostiles a Mugabe.
Mugabe llegó al poder en 1980, tras los arreglos que pusieron término al conflicto con el Gobierno de minoría blanca que Ian Smith encabezaba en la antigua Rhodesia. A partir de entonces las libertades fundamentales fueron restringidas paulatinamente. Las primeras víctimas fueron miles de integrantes de tribus minoritarias masacrados por órdenes de Mugabe. Acto seguido, los corresponsales de la prensa extranjera y los medios de comunicación privados cayeron en desgracia. Hoy, solo la prensa, radio y televisión controladas por el Estado operan en el país. Una pequeña radioemisora de disidentes transmite desde Madagascar. Su señal, así como la de otro medio con sede en Sudáfrica, han sido bloqueadas con equipo donado por China.
Las elecciones presidenciales del 2002 y las parlamentarias en marzo del presente año reiteraron los ya tradicionales ejercicios fraudulentos, denunciados en todo el mundo y concebidos para mantener la fachada seudodemocrática de la satrapía. Los más recientes comicios, además de depararle al dictador una mayoría parlamentaria aplastante, le confirieron la autoridad de enmendar la Constitución a su antojo.
Neocolonialismo chino. Las fértiles praderas y verdes colinas de Zimbabue se han ido tornando áridas y desérticas, el hambre se ha extendido a la gran mayoría de los 12 millones de habitantes y las abundantes reservas de oro y platino se disipan in crescendo para llenar los bolsillos de la cleptocracia gobernante. La esperanza de vida ha descendido vertiginosamente a menos de 34 años, de la mano con el ingreso per cápita anual, estimado en $400. Entre tanto, Mugabe ha endurecido su mando, amparado por el comprometedor silencio de la Unión Africana y, más recientemente, el apoyo de China.
China ha elevado su perfil en África hasta desempeñar el papel imperial que en otras épocas hizo la Unión Soviética, inmersa en las tramoyas de la política de sus súbditos y clientes. Así ha ocurrido en Sudán, Kenia, Angola, Nigeria, Gabón y Zimbabue. En cada uno de estos países China ha ejercido el afán colonialista de controlar materias primas e hidrocarburos y, si las circunstancias lo permiten, manipular a Gobiernos aislados internacionalmente.
Con Mugabe, Pekín ha sido sumamente generoso. Las muestras de esplendidez incluyen equipos para interferir señales radiofónicas y la construcción de una suntuosa mansión para el déspota, sin miramientos en lujos y cuya arquitectura evoca los perfiles de la Ciudad Prohibida. Una docena de modernos cazabombarderos y un centenar de vehículos de transporte militar para el ejército, a pesar del embargo de armas impuesto por la comunidad internacional, coronan los caprichos satisfechos por China.
Sin embargo, el más importante apoyo de Pekín a Mugabe es el veto en el Consejo de Seguridad de la ONU donde lo ha esgrimido para impedir sanciones contra Sudán por el genocidio en Darfur. Sin lugar a dudas lo utilizará también para proteger a su joyita africana. La única luz en este cuadro de miseria es el acuerdo del G-8, en Escocia, de supeditar el cuantioso aumento en la ayuda para las naciones africanas a transparencia financiera en la gestión gubernamental y democracia. Falta por ver si los mecanismos de supervisión establecidos efectivamente inducen los cambios urgentes que los agobiados pueblos de África necesitan y demandan.