Un chispazo en las tensas relaciones entre Arabia Saudita e Irán amenaza con atizar llamaradas en un ámbito mayor del Oriente Próximo. El foco en estos momentos se centra en las consecuencias de la ejecución del clérigo chiita Nimer-al Nimer, junto con otros 46 colegas la semana pasada, convictos de incitar a la violencia en contra de la monarquía saudita para derrocarla.
Los intentos norteamericanos por contener el conflicto por la vía diplomática sufrieron un duro revés debido a la ruptura de relaciones entre ambos polos del conflicto, Irán y Arabia Saudita.
De igual manera, una ola de manifestaciones en Teherán culminó con el incendio de la misión saudí. Tampoco hay prisa en las capitales involucradas por emprender conversaciones que pudiesen ser interpretadas internacionalmente como muestra de debilidad de alguna de ellas.
Desde luego, el trasfondo histórico y político de las relaciones de Irán con Arabia Saudí tampoco alienta la buena voluntad de las protagonistas de este choque. Cada una encabeza un orden regional que difiere en su filiación dentro del islamismo, su patronazgo y, por supuesto, objetivos. Tanto Teherán como Riad ambicionan expandir su influencia y ampliar sus respectivos dominios territoriales en la región.
Irán se ha unido a Rusia para proteger al déspota Asad en Siria, mientras que en Yemen la colaboración de Estados Unidos con Arabia Saudí ha conseguido mantener vivo el régimen local frente a las embestidas de Al Qaeda.
Los roces y distanciamientos de los saudíes con Washington, por otra parte, han sido manifiestos en la oposición de Riad al trato nuclear con Teherán, pacto que, asimismo, ha generado malestar y desconfianza en otras naciones.
Los saudís han reiterado a Washington que desconfían de los compromisos iraníes de contener su marcha hacia una capacidad nuclear, es decir, producir una bomba atómica.
La Casa Blanca ha insistido en que posee vías confiables de inspección y verificación para determinar si los persas están cumpliendo sus obligaciones.
Este ángulo de la confianza estadounidense es, precisamente, la fuente mayor de preocupación para los aliados y observadores de buena fe. Ello, unido al recelo occidental con respecto a la promoción del terrorismo, conforman una pesadilla de alcances globales.