La reciente gira por Europa del presidente George W. Bush ha recibido, en general, comentarios positivos de la prensa norteamericana. Al fin de cuentas, dicha visita estuvo orientada a contrarrestar las críticas de unilateralidad, y el conexo deterioro de la alianza transatlántica, que un sonoro sector de la opinión internacional le ha atribuido a la actual administración republicana con motivo de la guerra en Iraq. Fue así como Chirac, que ha cultivado la antipatía de los círculos oficiales de Washington con sus reiterados ataques contra la política internacio nal de la Casa Blanca, súbitamente pasó a ser my dear Jacques y el incómodo Schroeder se tornó my friend Gerhard. Según afirmó Bush, Francia y Alemania ya cumplen importantes tareas en Iraq.
Es evidente que los anfitriones europeos también necesitaban del abrazo público del mandatario estadounidense. Porque más allá de sus objeciones a la acción bélica de Estados Unidos para derrocar a Sadam Husein, persiste la realidad del papel esencial del poderío norteamericano para la defensa europea. Durante la Guerra Fría, el escudo nuclear de Washington nutrió la credibilidad de la OTAN y mantuvo en raya a la antigua URSS. Hoy, sin el imperio soviético, otras amenazas se ciernen sobre el Viejo Continente, desde los afanes atómicos de Irán y las aventuras nucleares de Norcorea hasta el asomo de una autocracia expansionista en la Rusia de Putin.
Los socios de la OTAN conocen igualmente las limitaciones de una diplomacia independiente, pero ayuna de la capacidad retributiva que, hoy día, solo Estados Unidos posee. De ahí los esfuerzos de Chirac y Schroeder por convencer a Bush de que participe en las negociaciones con Irán para conseguir que los ayatolás desistan de su armamentismo nuclear. Y no es casual que, tras la gira de Bush, Francia haya sumado sus instancias al llamado de Washington exigiendo la salida siria de Líbano. Por su parte, en forma más amplia, la Casa Blanca desea el apoyo de los principales gobiernos europeos en favor del orden democrático que visualiza en el Cercano Oriente. En suma, Estados Unidos y Europa se necesitan mutuamente.
Discordias. Desde luego, las rencillas persisten, visibles en el enfrentamiento relativo a las ventas de armas a China a las que Estados Unidos se opone. Estos choques, sin embargo, son de vieja data. Desde temprano en la lucha para derrotar al Eje, las recriminaciones internas se hicieron notorias y persistieron durante la Guerra Fría. En este particular, recordemos que en los albores de la OTAN, conforme se avanzaba en los objetivos del Plan Marshall para la reconstrucción e integración de Europa Occidental, Francia, alentada por Alemania y otros gobiernos, intentó socavar el predominio estadounidense. El desarrollo de una fuerza nuclear que no esté subordinada a Washington, el retiro parcial de la OTAN, el veto al ingreso británico al Mercado Común Europeo y las conversiones masivas de dólares por oro del Tesoro norteamericano, fueron episodios salientes en los enfrentamientos de la diplomacia europea, especialmente la francesa, con Estados Unidos.
Posteriormente, a principios de la década de 1980, surgieron discordias en torno al programa de la administración de Ronald Reagan dirigido a emplazar modernos cohetes de mediano alcance en suelo europeo que anularían la ventaja ofensiva del Pacto de Varsovia. El desenlace de esta pugna, que crecientemente se tradujo en tumultos callejeros, fue el despliegue de los misiles, paso que resultó decisivo para el desplome soviético a finales de aquella década.
Hoy, con el beneficio del tiempo, podemos apreciar con mayor claridad cómo la II Guerra Mundial y el consiguiente expansionismo soviético indujeron un matrimonio de conveniencia entre EE. UU. y sus aliados europeos. Fue aquel un enlace impuesto por la amenaza de enemigos comunes. Desde entonces, los períodos de reconciliación han sido escasos y breves, como presagia acabar siendo el cauteloso romance que observamos ahora.