Después de una lamentable historia de políticas económicas desastrosas, radicalismo político autodestructivo y pobreza horrenda, parece que la mayoría de los países de América Latina están poniendo la casa en orden. El resultado está a la vista en la expansión de los puestos de trabajo.
Las crecientes oportunidades de empleo le han permitido a millones de hombres y mujeres de nuestros países sacar a sus familias de la pobreza e ingresar a la clase media en números sin precedentes (unos 15 millones de hogares latinoamericanos salieron de la pobreza entre 2002 y 2006, según la revista The Economist). La inflación, eterno flagelo de las economías latinoamericanas, ha caído a cifras de un solo dígito y las políticas fiscales serias mantienen los déficits bajo control. América Latina también está mejorando gradualmente su clima empresarial, para deleite de los inversionistas extranjeros. El principal productor de acero de la India, por ejemplo, recientemente decidió invertir más de $2 mil millones en una mina de hierro y una planta de acero en Bolivia.
Pero no echemos aún las campanas al vuelo. La educación, y específicamente la enseñanza superior, es el talón de Aquiles de la región. Es cierto que los latinoamericanos están encontrando mejores trabajos y ganando dinero como resultado del auge económico. Pero, si descienden los precios de los productos básicos de la región y hay quienes piensan que los altos precios del acero brasileño, el cobre chileno y otros productos son el motor del crecimiento económico del área ¿están preparados los latinoamericanos para participar exitosamente en una economía de alta tecnología, basada en el conocimiento?
Ranquin mundial. Es fácil ser pesimista al respecto en este momento. Ninguna universidad latinoamericana está clasificada entre las 100 principales en el mundo en el ranquin elaborado por The Times, de Londres, ni en el realizado por la Universidad Jiao Tong, de Shangái. De hecho, solo tres universidades latinoamericanas se ubican entre las 200 principales en cualquiera de ambas listas.
Tampoco están los latinoamericanos aprovechando su proximidad a las instituciones de Estados Unidos que lideran esas clasificaciones. Mientras un gran número de alumnos asiáticos ahora estudian en las universidades estadounidenses (India tiene a 84.000 estudiantes en Estados Unidos, China casi 68.000 y Corea del Sur 62.000, según el Instituto de Educación Internacional); sólo 14.000 estudiantes mexicanos, 7.100 estudiantes brasileños y 4.500 estudiantes venezolanos hacen lo mismo. India tiene por sí sola más estudiantes de posgrado en las aulas de Estados Unidos que los 32 países de América Latina y el Caribe combinados.
¿Pero, qué pasaría si más estudiantes latinoamericanos pudieran matricularse en las universidades de Estados Unidos sin necesidad de trasladarse a ese país? Esto sería posible si más entidades de educación superior de Estados Unidos abrieran centros universitarios externos, es decir, recintos en el exterior dedicados principalmente a recibir estudiantes extranjeros, en toda la región. Si los latinoamericanos no pueden o no quieren ir a Estados Unidos para obtener una educación de gran calidad, ésta puede ir donde ellos se encuentran.
Procurando proyectarse como universidades internacionales con alcance mundial, instituciones estadounidenses han estado estableciendo estos centros en el exterior por más de una década, principalmente en el Golfo Pérsico y en Asia. La Universidad George Mason, por ejemplo, tiene una división en Ras al Jaimah, una ciudad-estado que forma parte de los Emiratos Árabes Unidos. La Universidad de Cornell tiene una escuela de medicina en Qatar, y la Universidad de Nueva York está en el proceso de establecer un campus en Abu Dhabi. La Universidad Tecnológica de Georgia, que acaba de ganar un premio por promover la educación internacional, tiene centros universitarios en Singapur y Shangái.
Ayuda de EE. UU. Pero ¿por qué limitar esos institutos solo al Cercano Oriente o Asia? Las universidades estadounidenses que desean una presencia verdaderamente mundial necesitan desarrollar centros universitarios en cada continente. Y el establecimiento de esos centros en América Latina beneficiaría tanto a las instituciones superiores estadounidenses como a los países anfitriones: los estudiantes latinoamericanos ya no tendrían que conformarse con una educación superior tradicional o endeudarse para viajar a los Estados Unidos y pagar elevados costos de matrícula. Las universidades estadounidenses se convertirían en instituciones verdaderamente mundiales (Cornell considera su escuela de medicina en Qatar como una forma de cumplir su papel "como una universidad transnacional"), y podrían brindarle nuevas oportunidades al profesorado.
Por último, dichos centros universitarios prestarían un servicio que América Latina necesita con urgencia. El sitio web de la Universidad George Mason explica que la entidad "examinó el panorama mundial y decidió que la educación era una necesidad para la región árabe". Si los institutos externos están siendo ubicados donde hay una necesidad de educación, entonces las universidades estadounidenses deberían dirigir su mirada a lugares mucho más cercanos a su propio país.
Lo ideal sería que las universidades fuesen parte de una estrategia más amplia de los Estados Unidos, encaminada a mejorar la calidad de la educación en América Latina. El Gobierno federal y las instituciones privadas de Estados Unidos deberían fomentar los intercambios educativos, los cuales crean vínculos duraderos y promueven respeto mutuo. También resulta imperativo aumentar el número de becas disponibles para que alumnos de secundaria y universitarios de América Latina puedan estudiar en Estados Unidos. Iniciativas de esta naturaleza ayudarían a proporcionar las herramientas para que los estudiantes de la región puedan participar con éxito en la economía mundial.