La capital estadounidense, Washington DC, se encuentra sumida en una especie de lo que en nuestro país solemos llamar una olla de grillos. La gritería tiene dos fuentes de origen.
La primera es, desde luego, el Partido Demócrata, que no termina de asignar responsabilidades entre sus cuadros por la estrepitosa derrota de la ex primera dama Hillary Clinton en los recientes comicios.
Las críticas se enderezan contra los diseñadores de una estrategia centrada en atacar directa y personalmente a Trump. Fue la misma estrategia clintonista del ataque personal contra Bernie Sanders en las elecciones primarias. La victoria de Hillary en ese torneo interno dejó un mal sabor entre muchos simpatizantes quienes, no es difícil colegir, al final engrosaron las filas de Trump.
Otro bemol clintonista fue dirigir recursos de la campaña hacia estados no realmente esenciales para ganar la batalla por la Casa Blanca, como Arizona. Esta línea conllevó privar de nutrientes a las maquinarias en los estados que sí eran claves, como Wisconsin, Michigan y Pensilvania. Finalmente, los jerarcas no captaron la necesidad de rebatir la concepción de que Hillary era incompetente para la primera magistratura, a juzgar por el affaire de los servidores de correos oficiales y confidenciales en el sótano de su residencia particular.
Este capítulo, reiterado por el director del FBI pocos días antes de los comicios, remachó la debacle demócrata.
A esas alturas, ni los decepcionados votantes afrodescendientes acudieron a las urnas en números como los de campañas anteriores. Hillary definitivamente no era otro Obama.
La segunda fuente de agitación es el Partido Republicano, de cuyo seno leemos y escuchamos toda suerte de controversias entre quienes reclaman su tajada de la victoria electoral. Sobre todo, la presente agitación gira en torno al nombramiento de una figura sumamente polémica en el personal cercano del presidente electo, Donald Trump.
La designación de Stephen Bannon como sumo estratega de la Casa Blanca ha destapado un ciclón de controversias con un desagradable tufillo. Bannon es reconocido como propagandista de la derecha radical, que aboga por el racismo y concepciones fascistas, antisemitas y sexistas. Este paquete de dinamita carga una potencia explosiva capaz de deslegitimar y ensuciar a la nueva administración por largo tiempo.
Sin embargo, Trump no parece inclinado a tirar a Bannon por la borda. La gran incógnita a estas alturas es qué hará, finalmente, el nuevo presidente tras dar respiro para medir quién se cansa primero.